Prólogo

La tormenta había estallado simultáneamente en todo lugar conocido. Ahora iba en serio; la Naturaleza, maltratada durante toda la Historia, no perdonaría una vez más la necedad humana; tres bombas de aquellas seguidas, tras la sequía y la atmósfera anegada de humo, eran más de lo que el planeta podría soportar sin desencadenar la sacudida final. A diferencia de lo que venía ocurriendo en los últimos meses, hoy se presentía que la torrencial tormenta eléctrica duraría indefinidamente... Hacía ya bastante tiempo que las estaciones no eran estaciones, ni el aire podía respirarse hondo con placer, pues si uno así lo hacía, la contaminación química le abrasaba la garganta. El cáncer y el Alzheimer, amén de otros muchos males, se habían hecho comunes; lo normal era tomar mil tipos de fármacos acompañando el desayuno, y otros tantos de postre. Se consideraba "salud"; enfermedad era solamente cuando uno ya no salía del hospital. Sólo los más ancianos recordaban haber respirado con comodidad, y haber vivido en un mundo aún sin fiebre; conservaban de ello una desgastada memoria que había perdido el color hacía mucho.

Todo esto lo recordaría Oriol, décadas después -cuando el tiempo ya no existiera-, como una remota pesadilla cuyo fin tuvo suerte de presenciar; pero hoy sus asombrados ojos azules de niño miraban atónitos lo que parecía el fin de la civilización. Nunca lo había visto todo tan oscuro. En torno a su casa aún se tenían en pie algunos edificios, bloques de pisos del mismo tono gris que el aire y que el cielo, igual de cuadriculados e impersonales que las mentes de quienes los habían ideado, con el único propósito de guardar en ellos máquinas humanas que sirviesen al sistema. Unos pocos de estos armarios de hormigón habían quedado ilesos tras los bombardeos en el último ataque de la eterna guerra por el agua potable. El resto del barrio, y de la ciudad entera, se veía cariado por doquier; un infinito desierto ahora inundado por el creciente fango que iba anegándolo todo.

Entonces lo sintió con fuerza; era la llamada.
Escrito en lo más antiguo de sus genes, de su memoria física e incluso atómica, aún bullía la Sabiduría milenaria; allí estaba TODO, y Ello fue lo que habló: debía partir inmediatamente. Eran unas ganas incontrolables de caminar en una dirección determinada, que tiraban de él desde la zona de su corazón y su estómago, un revolverse allí dentro que, como si se tratase de fuerzas invisibles, a un tiempo le producían una alegría infinita y una sensación de incomodidad al no moverse a su favor.
-¡Mamá, vámonos!- gritó de pronto, saltando de su puesto de observación en la ventana-. ¡Debemos partir ahora mismo! ¡Es la última esperanza!- Respiraba como si acabase de correr al límite de sus fuerzas.
-¿Qué dices, cariño?- ella lo sentó sobre sus rodillas; en medio de su estrés, solía tomar crucigramas y sentarse a rellenarlos enfrente del televisor que, hora tras hora, bombardeaba al público con las noticias más espeluznantes-. ¿Adónde quieres ir, y además con esta tormenta? Bastante tendremos con sobrevivir si vuelven a atacar los chinos...-
-O los ingleses- replicó su padre-. ¡Esto es un caos, ya no puede ser! ¿Qué clase de mundo es éste? ¿Qué vida estamos viviendo?- estalló-. ¡Vamos a morir todos!-
-Por favor, Marco, no digas esas cosas delante del niño...- sollozó la mujer. La situación se repetía con demasiada frecuencia últimamente, y Oriol, a sus ocho años, había asumido ya que probablemente no viviría para contar su infancia; que probablemente no habría futuro en la raza humana. A todo se acostumbra el hombre, y Oriol lo vivía como una parte más de su vida, que de todos modos no desentonaba mucho en su matiz grisáceo y oscuro.
Sin embargo, aquel fuerte impulso negaba sus convicciones. Había una salida, pero no la comprendía. ¿Adónde ir, si toda la vida en el planeta desaparecería antes de que pudiese hacer nada por escapar?
Dejando a sus padres en su drama, se sentó de nuevo pensativo, mirando la lluvia caer, y al viento hacer volar las cosas entre violentos destellos eléctricos azotando cielo y tierra. Al fin y al cabo, ¿qué significado tenía todo aquello? Los mayores estaban locos... Pero debía llevarse consigo a sus padres y a la abuela; no podía dejarlos allí a merced de lo que ocurriera. Safo seguro que iría con él; su eterna compañera, una enorme perra negra como su propio pelo. Y habría puesto la mano en el fuego a que el animal había percibido hacía tiempo la llamada.